Esa pesadilla hermosa...
13 de enero de 2002

 
    Era invierno. De noche. Hacía frío. Camino de la parada del autobús. El número 10. Él tenía sesenta, yo veinticinco. 1976.
 
-Hola!, jo a vosté el conec. Jo sóc d’Elx.
-Xe!, xiquillo, tu eres d’Elx? Entra i pren-te lo que vullgues!
   
    Fue en la Malva-rosa de Valencia. Al pasar aquel día por delante de aquel bar. El deseo precipitado de retroceder unos pasos y entrar a saludar con esa adorable espontaneidad provinciana que se produce al identificar inesperadamente por unos mostachos inimitables y un gabán sobre los hombros que exige ciertas condiciones naturales para saberlo llevar, la imagen de alguien que aquí era popular hizo posible un encuentro que sin una buena dosis de narcótica indulgencia hoy no me atrevería a referir.
   
    Yo no sabía que con aquella conmovedora presentación acababa de comenzar una fecunda amistad y con ella el lento y progresivo proceso de descubrir a través de eso que alguien llamó con aguda sensibilidad El Tiempo, ese gran escultor, en sus variados -y sin embargo nada sospechosos- antecedentes de auxiliar de notaría, de futbolista, de alpargatero, de cantor de la Festa o de pintor, las peculiaridades que conforman su singularísima personalidad.
   
    Así, mientras disertaba sobre la igualdad acercándose muchísimo a mi cara para convencerme más; mientras conspiraba contra la disciplina mental clasificando a su antojo el orden de la sucesión de los razonamientos al argumentar; o mientras se interrogaba sobre los enigmas del alma humana con más pasión que rigor, pude comprobar con asombro de cándido imparcial su saludable inmoderación; con tan absurda como inútil cautela universitaria su carismática capacidad de atentar contra una lógica que yo consideraba propia de congéneres semejantes a mí; con envidia de inconstante voluntarioso su obstinación profesional; con estupor sus contradicciones, sus caprichos, su legendaria vehemencia y su mal calculada incontinencia verbal; con admiración su arrogante relación con el porvenir; con preocupación su peligroso sentido de la fidelidad.
 
    Unas veces desde el éxito, la alegría y la celebración. Como cuando se ha editado un libro suyo, como cuando ha compartido sinuosos debates nocturnos de humo, surrealismo y licor; o como cuando ha inaugurado una exposición. Otras veces desde la desventura, la tristeza y la decepción. Como cuando ha muerto un amigo, como cuando han operado a una nieta suya, o como cuando le ha visitado la adversidad, el contratiempo o el revés.
 
    Porque eso que hemos conocido por Sixto no ha sido sino el resultado de haber ido construyendo sin compasión esa pesadilla hermosa que han constituido sus casi 86 años de vida.
 
    Y tal vez por una oportuna adaequatio rerum vitae, o por una arbitraria razón quid pro quo, ahora quiero recordar haber dicho en alguna otra ocasión que en la Isla de Man la primera persona que entra en una casa el primer día del año recibe el nombre de Qaaltagh, también conocido con el sobrenombre de Primer Pie. Y que según la tradición, la buena suerte o el infortunio de la casa a lo largo de todo el año recién iniciado están condicionados por las cualidades de la primera persona que entre ese día allí. Por eso, los habitantes de la Isla de Man no olvidan tomar las precauciones oportunas y procuran que el Primer Pie traiga como regalos una moneda, uno porción de pan, un trozo de carbón y un trago de licor. De esa manera, la casa asegura para el resto del año prosperidad, calor, alegría y bienestar.
 
    Pues bien, si el 25 de enero de 1916 era el primer día del año y Elche era el número 17 del carrer Polit, alguien entró ese día en esa casa con una palma en la mano, un brillo intenso en la mirada y el encargo secreto de reñir a los que tienen capacidad de decidir. Quizá por todo ello hoy podamos disponer entre nosotros del recuerdo insuplantable de un cierto Sant Joan, de una concepción cívica noucentista y de un futuro soñado para su milenaria ciudad.