Art/Hort
Sixto
y sus alumnos
Pintan. Han decidido pintar. Porque, tras esas primeras
tentativas, se supone que violentas y autosonrojantes, de
tener que vérselas en los comienzos con el hecho bufo,
indeciso y turbador de tomar un pincel entre los dedos y
manchar; porque tras esa estéril impotencia inicial de dar
forma y color donde, por estar todo en blanco, no hay;
porque, tras haber desterrado todas las tensas torpezas que
resultan de esa parálisis, de esa inconexión, de esa
hostilidad, de ese extrañamiento ridículo que se debe
producir entre mano y cerebro al empezar; porque, en fin,
tras haber se alejado de la siempre titubeante iniciación y
haber conseguido transformar en inmodestia la timidez, han
admitido que lo pueden hacer.
Ellos
Son criaturas casi libres que le han plantado cara a la
claudicante resignación pidiendo el ingreso en un club de
limitadísimo acceso donde el recreo, el pasatiempo y la
distracción, en virtud de una supuesta selección natural,
se trocan en duda, compromiso y
dificultad.
Personas que, al mismo tiempo que dictan órdenes
inteligentes a manos obedientes ya adiestradas, procuran
aliar, a través de sus fantasías controladas, sueños
legítimos, aunque improbables, con dificultades injustas,
aunque reales. Y es que hoy pintar, igual que instruirse en
el virtuoso ejercicio del violencelo o la versificación,
tiene su desesperanza y su desmoralización. Como dice la
canción aquella de Golpes Bajos, de manera
intranquilizadora pero atinada, estos tiempos no son buenos
para la lírica.
Pero el impulso resistente de unos individuos resueltos a
no capitular ante la llamada uniformadora de la normalidad,
declarando la guerra al anonimato callado y adocenador,
delata, con esa actitud impropia de conformados y
derrotados de escasa fe, la división que existe entre los
que tienen y los que no tienen esa condición indispensable
para dejar de ser y empezar a hacer: el atrevimiento, la
decisión.
Decididos a perder el tiempo en esfuerzos que -aún- no
convencen pero que seguro que convencerán. Inmunizándose
contra el pretendido efecto disuasor de unas desalentadoras
sonrisas entre paternalistas y conmiseradoras de aquellos
que siempre creen tener la clave de los enigmas de los
éxitos y de conocer los desaconsejables caminos del error,
cuando en realidad no hacen sino esconder la ordinaria
incapacidad del escéptico descreído. No todos disponen de
la predisposición a la muy noble facultad de poder
fracasar.
El
Unos alumnos dispuestos a dejarse instruir al amparo del
paraguas protector de un Sixto que les persuade,
adolescente y entrañable, con unos razonamientos ocurrentes
y chocantes que, por desacostumbrados y excepcionales,
acaban siendo, en mentes propicias, muy convincentes y
originalmente didácticos.
Explicaciones que, aunque desordenadas, no son confusas.
No. Pero tampoco metódicas, sistemáticas y conformes a
regla, ortodoxia o planificada programación. Explicaciones
acerca del canon y el academicismo traicionadas en su orden
lógico de exposición por imprevistas disgresiones,
sanciones y pronósticos sobre asuntos que en apariencia
nada tienen que ver. Explicaciones acerca de las técnicas,
acerca de la acumulación histórica de las artes plásticas o
acerca de qué es arte y qué es decorar, pero que acaban,
por no se sabe muy bien qué des concertante indisciplina
mental, hablando del Ayuntamiento, de Gorbachov o de la
Avenida de la Libertad. Él sabrá.
Sorprendentes afirmaciones que se sitúan, equidistantes,
entre su indestructible certeza de la necesidad de la
subversión y su inalterable convicción que de todo eso
sirve para humanizar. Explicaciones profusas. Magmáticas.
Impulidas.
Son hipnóticas e impagables disertaciones tan primitivas
como auténticas. Con el primitivismo inocentemente sincero
y la autenticidad irrefutablemente infalsificable que se
deriva de esa impremeditada espontaneidad que hace
imposible mentir o fingir. A pesar de que enseñar, en un
cierto sentido, consista en engañar.
Explicaciones influyentes para la confiada neutralidad del
que está empezando cuya incubación ocurre en su febril y
personalísimo laboratorio mental.
La luz, el contraste y la forma son conceptos que no
consiguen salir impunes de su análisis casi caótico capaz
de contagiar más entusiasmo que comprensión; más excitación
que destreza; más anhelo o inquietud que ingenio o
habilidad.
Todo ello con su insistente repertorio particular:
“lo que no es plagio no es arte”; “la
perfección de la línea es la muerte de la forma”; o
su inclemente interpretación sobre “la decadencia de
Occidente” son algunas de sus didácticas afirmaciones
vehementes que van ejerciendo una impretendida fascinación
en unos alumnos perplejos a cuyas caras se acerca muchísimo
para convencerles más.
Unos alumnos entre los que, ya se sabe, los hay que tienen
más voluntad que talento. Éstos escuchan atónitos haciendo
creer como que entienden. Se benefician más del entusiasmo
que de la comprensión. Todavía necesitan
ta-ka-tá. Los
hay que tienen más vocación que voluntad. Éstos aprenden
confiados haciendo creer como que escuchan. Se benefician
más de la ósmosis de su proximidad que de la cavilación. Ya
saben caminar. Él les habla. Y unos y otros, igual que al
médico el enfermo, le creen.
Y
el conserje Miguel
Mientras tanto, Miguel, no indiferente pero sí ajeno a lo
que allí se hace, como un Quasimodo
entre la
espesura gótica de Notre
Dame,
perdido, aparece y desaparece entre el laberíntico paisaje
vegetal que conoce bien porque forma parte de él, en su
siempre atareado ir y venir de acá para allá, va dejando
tras de sí, como enfadado de verdad, haciendo a todos
destinatarios, los ecos de unos amenazadores y no siempre
justificados refunfuños porque se ha vulnerado alguna
norma. Posiblemente que alguien no ha tratado su jardín
como espera él.
Como aquellos conserjes siempre malhumorados y estrictos
con los alumnos que, desarmados en excepcionales treguas
sentimentales en días señalados como final de curso,
aceptan, vencidos, que se revele aquel cariño indeclarado
que los días de ordinario les negó para, después, poder
hacerse querer.